La tragedia que asoló Lisboa el primer día de noviembre de 1755 resonó con intensidad en los sermones, las noticias históricas, las imágenes grabadas y las representaciones pictóricas de toda Europa. Ante tal catástrofe sin precedentes, se intentó interpretar el posible significado de un cataclismo en el que combinaron los efectos del terremoto, los incendios y un maremoto para sembrar la muerte y arrasar las casas, palacios e iglesias de la ciudad.
En un segundo momento, los paneles de azulejos figurativos de la ermita del Senhor dos Navegantes y de la ermita de Nossa Senhora da Glória, encargados para nuevos templos, representan la historia de cómo la sociedad respondió ante tan enorme adversidad. Como se puede leer en una de las cartelas de la Ermida dos Navegantes:
En el año de 1757, gobernando la Iglesia de Dios el serenísimo Padre Benedicto XIV y reinando en Portugal el señor D. José I, dio licencia el eminentísimo Sr. D. José, cardenal y segundo patriarca de Lisboa, para que se erigiese esta ermita del Senhor Jesus dos Navegantes y Senhora da Caridade, a la cual, después de ser bendecida por orden del mismo prelado, fueron trasladadas en el año sobredicho estas imágenes, con gran procesión y solemnidad, por sus celosos hermanos.
Los paneles realizados en el taller dirigido por Valentim de Almeida y Sebastião de Almeida muestran la devota procesión que trasladó las imágenes sagradas de Nuestra Señora y de Cristo Crucificado a la nueva ermita. La ciudad todavía muestra señales del terremoto, y al fondo podemos observar la primitiva capilla de lona que albergó las esculturas en los primeros días.

La especial atención prestada a las prácticas religiosas no fue un movimiento espontáneo. Ya el 3 de noviembre la curia patriarcal ordenó a los frailes y párrocos que persuadieran “al pueblo de que, entre todos los actos de piedad cristiana con los que se puede aplacar la Justicia Divina, el más meritorio era proporcionar pronta sepultura a los muertos”. También ordenó que se erigieran altares portátiles en los campos para que fuera posible dar continuidad a la celebración de misas.
Como sucedía de manera habitual, los desastres naturales fueron interpretados como un castigo divino que, en su omnipotencia, afectaba a todas las personas, sin discriminar profesión o condición social alguna. En palabras de la poesia-amonestación de Francisco de Pina e Melo:
General, sacerdote, lego, fraile, / Ceñidos de fatal calamidad / Ministro, pobre, rico, caballero, / Comerciante, soldado, jornalero, / Miserable, feliz, hastiado, / Con todos habla el trémulo gemido / A todos iguala, a todos pesa, / Este acerbo clamor de la naturaleza.

Más allá de la dimensión verdaderamente apocalíptica del terremoto, uno de los hechos más impresionantes para la opinión pública fue el que muchos creyentes perecieran enterrados o abrasados durante las misas que se celebraban en la mañana de aquel día de Todos los Santos. En el poema que Voltaire dedicó a la tragedia de Lisboa, este se convirtió en argumento central de cara a desafiar la idea de la existencia de una Providencia Divina que pudiera ordenar un castigo tan cruel. Como señaló con perspicacia el filósofo francés, no existía una regla de justicia sencilla: Lisbonne est abîmée, et l’on danse à Paris.

Pocas ideas podían resultar más peligrosas que la duda sobre la existencia de un orden natural o de un plan previo de Dios para la historia de la humanidad. Como sabemos, la definición de identidad nacional y del papel de Portugal en el mundo se fundamentaba en la idea del pueblo elegido con una misión divina. Como era de esperar, la destrucción de las iglesias en la capital portuguesa se entendió necesariamente como una señal del descontento de Dios. En el sermón de João Bezerra de Lima, un joven en la flor de sus dotes literarias, la destrucción de las iglesias se nos presentaba como un acto plenamente coherente. La ira divina contra los desvaríos de una ciudad disoluta prácticamente obligaba a que Él también abandonara los templos, condenándolos a la ruina:
No preguntes, oh Ciudad desdichada, por qué causa el Creador Eterno ha permitido que los Templos experimentasen tal estrago, habiendo dicho David que ningún castigo llegaría a sus hogares. Y por qué, al parecer, se permitió que fueses arruinada y entregada al fuego, por qué estaba enojado contra tus habitantes, [y por qué] podía postrar y consumir tus palacios y edificios, pero dejando libres los Templos, dedicados a Él mismo, a María y a los Santos, que fueron despojados de los tronos que la piedad portuguesa les había erigido. Porque te responderá: ¿No ves que son tales las abominaciones de tus habitantes que me obligan a huir de mis Altares, pues, para qué son los Templos si yo no asisto a ellos?
La destrucción de las iglesias fue también asociada a la falta de rigor en la práctica de las ceremonias religiosas. La primera pastoral diocesana, fechada el 2 de diciembre de 1755, ordenó redoblar el cuidado de los templos para evitar abusos, escándalos y desórdenes, tan castigados por el terremoto y la voracidad del fuego. Por esta razón, en los paneles de azulejos de las ermitas, las imágenes sacras iban acompañadas de luminarias en la procesión, seguidas por creyentes bien vestidos en posiciones fervientes y respetuosas. En estos programas iconográficos, el recuerdo de la tragedia fue una petición de misericordia, un nuevo y redoblado compromiso con las manifestaciones del culto religioso y una reafirmación de la fe en la providencia divina.

BIBLIOGRAFÍA PRINCIPAL
LIMA, João António Bezerra de. Declamação sagrada na ruina de Lisboa, causada pelo terremoto do primeiro de Novembro de 1755, e pelo incendio, que se lhe seguio. Lisboa: Oficina Patriarcal de Francisco Luiz Ameno, 1757.
MARQUES, João Francisco. “A acção da Igreja no terramoto de Lisboa de 1755: ministério espiritual e pregação” in Lusitania Sacra, n. 18, pp. 219-329.
MELO, Francisco de Pina e. Ao terremoto do primeiro de Novembro de 1755, parenesis. Lisboa: Oficina Manoel Soares, 1756.
VOLTAIRE. Poèmes sur le desastre de Lisbonne, et sur la loi naturelle. Amesterdão: Etienne Ledet, 1756.
